Él era dueño de sí mismo, no se dejaba influenciar, era muy cabezota y tenía muy mala leche cuando quería. Era algo celoso y a veces le podía su orgullo. A él todo le daba igual.
Ella era tan solo una niña con mucho carácter a la que le encantaba dejarse llevar. Era dura, muy dura y bastante clara, cosa que a él le repateaba. Ella se ilusionaba fácilmente, y él era de prometer cosas que duraban menos de un segundo. Ella tenía mucha seguridad en sí misma y no se dejaba influenciar por sus amistades, lo tenía todo controlado.
Tenían estilos parecidos, a ella sus sudaderas le quedaban por las rodillas y eso a él le encantaba. Les gustaba escuchar música por la calle y jugaban a inventarse las letras de sus canciones. Él vivía a kilómetros de ella, pero hacía lo posible para ir a verle y siempre que podía, cogía el primer tren con destino en su ciudad.
Los padres de esta chica eran algo protectores, no les gustaban nada sus amigos y le intentaban proteger de todo lo malo que estos pudieron influirle. Los padres de él le daban muchísima libertad y eso a ella le sacaba de las casillas, ¿Cuántas noches se habría quedado en su casa pensando que estaría haciendo a esas horas en la calle, tan tarde?, ¿Con quién estaría? Aún así, ella confiaba plenamente en él.
Tenían dos vidas completamente distintas y quizás, separados, podrían parecer dos personas completamente normales, pero cuando se juntaban eran como una bomba a punto de explotar (¡Y cuidado con que explote!)
Como ya conté antes, a ella le encantaba dejarse llevar, y a él, las emociones fuertes. Se pasaban las tardes dando vueltas por la zona, montados en la bici del chico, gritando y sin parar de reír. De vez en cuando, él le pedía un beso y ella se ponía histérica y le chillaba para que mirase hacia delante, pero vaya, que él seguía insistiendo. Finalmente, ella cedía y le daba el beso para que por fin se callase y siguiera conduciendo.
A él le gustaba la velocidad y ella simplemente creía en la magia. Digamos que eran como dos piezas de puzzles diferentes que encajaban a la perfección, algo como dos polos opuestos que siempre se atraen.
A él le encantaba agarrarle por la espalda y a ella apoyar su cabeza en su pecho. Mientras, él le daba un beso en la mejilla y ella solo sonreía.
Ella adoraba quedarse abrazada a él tras cada beso y él solía decirle: "Veo que te gusta olerme, eh." Y efectivamente, a ella su colonia le encantaba, y cuando llegaba a su casa, se quitaba la sudadera, que olía a este olor tan particular y tan encantador para ella y jugaba a recordar todo lo que han hecho durante aquella tarde.
A él le encantaba hacerle reír, bueno, y enfadarle. Ella, bueno, ella le seguía la corriente porque le gustaba todavía más cuando, después de todo, le pedía perdón y le decía eso de "Sabes que te quiero, tonta."
No eran la típica pareja empalagosa que estaban todo el día pegados, pero cada momento que vivían juntos era único e irrepetible.
Eran unos chicos con una relación muy especial: Se peleaban como niños pequeños, jugaban a quererse como los mayores y se cubrían y se protegían como si fuesen hermanos.
A él le gustaban las sorpresas y a ella recibirlas, bueno, excepto cuando le decía lo típico de "Oye, baja al portal que estoy aquí." Y ella todavía estaba paseándose en pijama por casa y refunfuñaba entre dientes "Hay que ver las locuras de este niño, cualquier día..."
Digamos que estaban un poco locos, bueno, muy locos y la gente les miraba raro cuando iban haciendo tonterías por la calle, pero igual, yo creo que se morían de la envidia, ¡Cuántos querrían una relación así!
A pesar de sus diferencias, tenían una cosa en común: Estaban locos, el uno por el otro, y aunque nadie apostó nada por ellos, se quisieron como nadie.
¡Ay cuánto amor, y ahora cuánto limón en la herida, jóvenes amando como jóvenes suicidas!
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